En el recuerdo de muchos adultos que fuimos jóvenes durante los ochenta, hay una serie de televisión llamada Fama, en la que una exigente profesora de baile les recordaba a sus alumnos que la fama cuesta, y que allí era donde iban a empezar a pagar, con sudor. También podemos recordar películas que nos transmitian el mismo mensaje, como Rocky, cuyo tema central «Eye of the Tiger» se encuentra, aún hoy, entre las canciones motivacionales más poderosas de todos los tiempos. Y, por supuesto, Karate Kid, cinta en la que un sabio maestro obligaba a su pupilo a esforzarse hasta la extenuación para aprender el ancestral sistema de combate japonés.

Estas y otras producciones enseñaban a los jóvenes de aquella época dos principios importantes: el primero, que no hay éxito sin esfuerzo. El segundo, más sutil pero quizás más importante, que el esfuerzo, el coraje, la fuerza de voluntad, el sudor y las lágrimas son, en sí mismos, heroicos y admirables.

Sin embargo, a partir de aquellos momentos, y de manera prácticamente imperceptible, se ha ido incorporando en nuestras vidas un concepto que repetimos sin apenas tomar verdadera conciencia de lo que realmente significa: sociedad del bienestar. Un concepto que significa que la búsqueda de la comodidad, del desahogo y del mínimo esfuerzo deben ser la aspiración de las personas y/o comunidades.l. Hoy nuestros hogares están aislados de las inclemencias meteorológicas. Nuestros transportes también están optimizados para llevarnos de un sitio a otro con el mínimo esfuerzo. Disponemos de trenes ultrarrápidos, estaciones de metro o autobús cada pocos metros y, por supuesto, vehículos en los que casi el único esfuerzo requerido es girar la rueda del volante. Y qué decir de las comunicaciones o del acceso a la información. Nos hemos vuelto tan cómodos con respecto a la tecnología que apenas toleramos un retraso de unos segundos en la descarga de datos o una transitoria incapacidad de comunicarnos con otra persona.

Todas las comodidades de la vida moderna han ido minimizando nuestra capacidad de realizar tareas que no nos gustan. De hecho, muy a menudo ocurre que utilizamos todo tipo de distracciones para que ese tipo de tareas concluya cuanto antes y con la mínima molestia posible. Así, los estudiantes ponen música mientras realizan sus labores académicas, los clientes de los gimnasios ven la televisión mientras entrenan, y muchas personas, desgraciadamente, comprueban el móvil en los atascos. No tiene sentido que, aquellas labores que deberíamos concentrarnos para tener éxito, sean precisamente, de las que más queremos distraernos.

Quizás, sin ser totalmente conscientes de ello, de aquella admiración por el esfuerzo, por el sudor y el sacrificio que era la norma hace más de treinta años, hoy queda ya poco. Las nuevas generaciones, buscan con demasiada frecuencia lo cómodo, lo inmediato y lo sencillo. Sin embargo, ninguna persona afirmaría que aquello que más valora en la vida ha sido logrado sin esfuerzo. Por otro lado, todos vemos a diario la necesidad de enfrentarnos con situaciones en las que es necesario utilizar nuestra resistencia a las incomodidades. Necesitamos fuerza de voluntad para madrugar, hacer ejercicio, comer equilibradamente, dejar de fumar, mantener la atención durante una reunión de trabajo, o, simplemente, para encender el ordenador y comenzar un informe que no tenemos ninguna gana de escribir.

Sin embargo, recientemente, Roy F. Baumeister (psicólogo social estadounidense), a través de su obra Willpower, vuelve a poner en valor esta vieja y olvidada capacidad. En dicha obra, cita el experimento clásico que en los años sesenta llevó a cabo Walter Mischel (psicólogo austriaco-estadounidense). Consistía en entregar a un niño una golosina y proponerle escoger entre comérsela inmediatamente o esperar pacientemente durante quince minutos. Si lo conseguía, recibiría una segunda golosina. Mischel pudo comprobar que, ya mayores, aquellos niños que habían resistido la tentación, habían tenido mejores resultados académicos, tenían salarios más altos, e incluso un menor índice de masa corporal y menos problemas con las drogas. Por primera vez un estudio mostraba que la fuerza de voluntad es una clave del éxito, algo que se ha venido confirmando en investigaciones sucesivas. Por ejemplo, según un extenso estudio dirigido por Terrie E. Moffitt (psicóloga clínica y criminalista), con independencia de la clase social y la inteligencia, el autocontrol contribuye a predecir factores como los resultados académicos, la salud, la riqueza y los problemas con las drogas y la justicia.

Quizás después de casi tres décadas de prácticamente haber abandonado la idea de que es necesario hacer grandes esfuerzos para lograr grandes resultados, debamos volver a admitir que es necesario ser fuertes para tener éxito. Que las grandes cosas de la vida no llegan de manos de la comodidad o la sencillez. La buena noticia, según las investigaciones, es que la fortaleza se entrena y se puede mejorar de muchas maneras.

Una forma es ejercitándola en áreas que aparentemente no tienen que ver. En un interesante estudio, Megan Oaten y Ken Cheng diseñaron tres programas: uno destinado al ejercicio físico, otro a los hábitos de estudio y otro a la economía doméstica. Los tres grupos de personas debían acudir cada cierto tiempo a un laboratorio en el que debían concentrarse en un sencillo ejercicio de ordenador mientras en una televisión se mostraba un programa que les distraía. Tal y como se esperaba, los tres grupos de participantes mejoraron en la realización del ejercicio y, paralelamente, también en la consecución de los objetivos de los diferentes programas en los que estaban involucrados. Pero lo sorprendente fue que todos ellos mejoraron también en otras áreas: se volvieron más trabajadores y más ordenados, y en conjunto disminuyeron sus malos hábitos.

Hay otra manera de incrementar la fuerza de voluntad, aparentemente más sutil, pero que también ha demostrado sus efectos. Digamos que el cerebro humano tiene dos formas básicas de contemplar una tarea: una es el cómo se hace esa tarea, y otra es el por qué. Se ha comprobado que las preguntas de tipo “¿por qué?” movilizan el pensamiento hacia niveles altos y hacia el futuro, mientras que las preguntas “¿cómo?” lo dirigen hacia niveles bajos y hacia el presente. Por sorprendente que parezca, cuando nos planteamos los por qués que hay detrás de nuestras acciones, cuáles son nuestras motivaciones últimas para cumplir  proyectos y analizamos en profundidad nuestros valores, surge un tipo de energía que incrementa sustantivamente nuestra fortaleza.

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