“La civilización avanza en proporción
al número de operaciones que la
gente pueda hacer sin pensar en ellas”
Alfred North Whitehead
Es curioso como en muchas ocasiones hablamos del inconsciente. La mayoría de las veces lo imaginamos como un mundo subacuático por debajo de la superficie de la mente y del que, de vez en cuando, sale a la luz un trauma, un deseo, una ilusión, como si se tratara de algún animal acuático que necesita sacar la cabeza para respirar. Este concepto, más propio de principios del siglo pasado, tiene más de literario que de científico.
Lo que sí sabemos seguro es que la mente llega a realizar muchas actividades casi de manera automática. Un ejemplo de ello es como nos vestimos sin apenas procesamiento, cuando de pequeños, al aprender, teníamos que pensar bien por qué hueco de la prenda meter un brazo o una pierna.
Otro ejemplo sería conducir, al principio tenemos que prestar atención a cada detalle, ¿en qué marcha estamos y cuál queremos meter? ¿la palanca del intermitente hacia arriba o hacia abajo? Todo esto mientras nos fijamos en el tráfico de delante, los coches de detrás, y como estemos aparcando, bajar el volumen de la música que no vemos la columna. Llega un momento que, tras años realizando las mismas acciones, las tenemos casi automatizadas. No necesitamos pensar en ello, sin embargo, esto no nos hace conducir peor, por el contrario, podemos concentrarnos en muchos más factores relacionados con el tráfico, señales, desvíos, conductores peligrosos etc
Todas estas actividades se convierten en hábitos y los hábitos son inconscientes. Significa que ya no tenemos que hacer el mismo esfuerzo, ni requieren de demasiada fuerza de voluntad para llevarlos a cabo. Al repetir una conducta varias veces, se acaba fijando en circuitos específicos que la acaban automatizando, lo que implica a su vez, que no tengamos que gastar energía en ello. Cuánto más fácil sea hacerlas, menos gasto energético nos supondrá.
Esto es válido para gran cantidad de actividades, desde lavarnos los dientes, planificarnos el día, o incluso priorizar las tareas debidamente. Sin la correcta mecanización, atarnos los cordones de los zapatos nos podría llevar, fácilmente, un par de horas.
La automatización de comportamientos complejos es uno de los grandes recursos de nuestra inteligencia. De esta forma, podemos mejorar los hábitos de pensamiento (elaborar conceptos, establecer relaciones, inferencias y deducciones), ejecutivos (evitar distracciones, centrarse en una tarea, inicio y mantenimiento de acción etc) o incluso afectivos (vitalidad, seguridad en uno mismo, resiliencia etc)
Hoy en día sabemos que estos mecanismos inconscientes están detrás de infinidad de decisiones que pensamos que tomamos de forma deliberadamente consciente. (Knowlton, Man- gels y Esquire, 1996, Bayley, Frascino y Squire, 2005)
Pero nos encontramos con un problema, y es que los hábitos tenemos que crearlos. Sabemos que no vale sólo con programarlos. Por eso, como nos ocurre tantas veces, nuestros propósitos no se instauran en nuestra rutina. No nos vale con decir “a partir de mañana empiezo a ir al gimnasio”. Esto describe una intención, pero no la planificación de la conducta, en primer lugar, porque no se concretan los detalles, y, en segundo lugar, porque en el momento de decirlo no se es consciente de la energía que se necesitará.
No se sabe si hay un número límite de hábitos que podemos crear, pero sí sabemos que son herramientas que nos pueden ayudar a ser mucho más eficientes, así que, mejor empezar con ellos, ¿no crees?